miércoles, 5 de agosto de 2009

DE UN JUEGO SIN FINAL

Las pequeñas manos de Raen arrastraban un cordel por el frío suelo. Siempre intentaba colocarse al lado de la fogata, donde la lumbre calentaba el suelo de piedra hasta hacerla templada, pero hoy su madre tenía que tejer una manta para uno de los caciques del pueblo. A él le tocaba jugar con su hermana en una de las esquinas de la cueva.

-Ese nudo está muy lejos- se quejó su hermana Raina- no voy a poder llegar.

Raen comprobó los nudos, que ya cubrían el suelo formando una red de esparto y tela blanca. Miró a su hermana, la figura pequeña y frágil al otro lado de la caverna, la mirada suspicaz de quien no le gustaba perder un juego y el pelo blanco y largo, viva imagen del de su madre. Sólo tenía seis años, pero ya le gustaba jugar según sus propias reglas.

-Sí no te gusta el juego, puedes meterte en las pieles- replicó Raen- ya jugaré yo solo.

-¡Mamá! Raen no me deja jugar.

-Raina, Raen, dejad eso y venid aquí. –Raen miró con fastidio el trabajo que había hecho desde el ocaso, dejó la figura de la hermana blanca sobre una casilla sin atar y se acercó a regañadientes a su madre, aún jugando con el último trozo de cordón entre las manos.

Raina miró a su hermano con una sonrisa pícara. Los dos se habían quedado sin jugar, pero el próximo día su hermano aceptaría sus condiciones con tal de que no llamara a su madre. Esta apenas separó la vista de la manta cuando los niños se sentaron a su alrededor, conteniendo una sonrisa que demostrara cuanto disfrutaba con sus riñas infantiles.

-¿Qué historia queréis oír hoy? – decía mientras daba una puntada más a la dura lana que tenía entre las manos

Raina fue la primera que habló, arrebujada en una suave piel de ciervo

-¡La de la princesa dragón! ¡o la de la pócima del amor! ¡o la de la niña que llegó a ser reina!

Las manos de Raen terminaron de formar una tela de araña con la cuerda que le quedaba en las manos. Levantó la figura, y observó a su madre y a su hermana a través de ellas, mientras Raina continuaba sugiriendo más historias de las que ningún bardo podía conocer. Cogió uno de los vértices de la tela de araña y tiró de él, desbaratando la figura casi al instante.

-Madre… –Dijo el joven, no atreviéndose a levantar la vista de la telaraña que tenía entre manos.

-¿Sí, Raen? - La madre tenía aún la vista fija en la manta que está tejiendo. Raen se mordió el labio por un instante, antes de hacer su pregunta.

-¿Podría contarnos la historia del rey de los muertos?

La madre apartó las labores que tenía entre sus manos y le mira, algo sorprendida, como si una nube de preocupación cruzara su rostro. Sin embargo sonreia. No parecía que hubiera vivido veinticinco inviernos. Su cara empezaba a mostrar más de una arruga, y sus ojos sabían mucho más de lo que una joven mujer como ella debería haber visto. Su pelo era blanco como el de su hija y hacía su mirada más fiera que la de una leona de las nieves.

Bajó la mano, buscando con la punta de los dedos un puñado de tierra que aferrar. Al levantar la mano, la arena empezó a caer de sus dedos en un pequeño hilo que se estrellaba contra el suelo. Pero al pasar por delante de la fogata, la sombra de la arena crea extraños dibujos en la pared de la roca. El primero de ellos era una flor, preciosa y brillante, que se marchitó en apenas unos segundos.

-Todo lo bueno y bello de este mundo se puede corromper. – Comenzó a narrar su madre- Recordadlo bien, pues el señor de la muerte es el ejemplo incluso entre los dioses...

Las sombras iban cambiando, palabra a palabra, mientras los granos de arena caían, sin terminarse nunca en su mano, recreando con sus sombras la historia de la cruzada contra Absolon...

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